lunes, mayo 12, 2008

...


Me desperté sin sobresaltos. De hecho me fui despertando sin abrir los ojos. Hubo calma, una asombrosa calma. No estaba en mi cama. Ni siquiera en mi cuarto. Era el sueño diario en un colectivo que mañana tras mañana me deposita en esta ciudad. Y durante esos segundos, en los que tardé en abrir los ojos para confirmar donde estaba, pensé en otro lugar. Una isla desierta…una fuga, una renuncia. Irse. Escaparse. Esa era la primera sensación. No estar allí, elegir otro lugar en donde estar. Y en ese instante, cuando ya mis ojos estaban abiertos y veía como los pasajeros se apretujaban en ese ómnibus para ganar un mejor lugar (hecho imposible en una mañana laboral en Buenos Aires), surgió otra idea. Guardando relación con la primera y a modo de pregunta: ¿Por qué escaparse? ¿Por qué una isla? ¿Por qué esta ciudad agobió, agobia y agobiará?
Mirando los rostros puedo obtener rápidamente una respuesta. La ciudad mata cotidianamente el alma. Nos mata, poco a poco, día a día. Este ecosistema de colectivos saturados de personas, calles repletas de taxis, autos, camiones, camionetas, gente apresurada para llegar a su aniquilamiento diario laboral; gente que no mira hacia arriba. Camina con culpa o desasosiego. Los poderosos edificios con sus oficinas nos matan. Las fábricas con sus maquinarias nos matan. El humo o el smog nos mata.
Esa es la ciudad de la que me quiero escapar en este instante. Cuanta gente pensará lo mismo. Cuantos observaron la desesperación del hombre suburbano de Buenos Aires. ¿Todas las grandes ciudades darán esta sensación de aniquilamiento? ¿Seré la única con esta sensación?
Mientras pensaba esto el colectivo avanzaba. Era un marchar lento, apaciguado. Las autopistas ya no soportan el tránsito y las personas ya no soportan la ciudad. Igual viven en ella y viven de ella. La gran contradicción humana. O mejor dicho desidia por no generar alternancias más allá de este gran circo que mastica a diario a más de tres millones de personas.
La isla desierta, esa idea de que no haya nada que nos moleste fue por décadas la idea perfecta de escape. Lo está siendo ahora en mí.
Una isla. No importa como llegar. No importa como vivir o que comer. Lo que importa es salir de esta ciudad, de esta sensación de agobio, de tortura constante. La cabeza siente pesadez y quiere calma. Esa calma será encontrada en aquella isla…
En medio de mi disertación interna, la persona que viajaba al lado mío debía bajarse y, como es costumbre en la Reina del Plata, lo hizo de mala manera y a los empujones.
Bajé del colectivo y me dirigí a mi lugar de aniquilamiento diario donde cambio por papel moneda mi fuerza trabajo.