jueves, octubre 18, 2007

Encuentros

Desconozco el motivo, pero siempre me han importado sobremanera las historias de amores inconclusos, truncos, fracasados. No sólo los propios, sino también los ajenos. Siempre me han conmovido con su osamenta descomunal de esperanzas dilapidadas, de palabras perdidas, de paraísos negados para toda la vida.

Ha de tratarse, supongo, de una innata tendencia a la nostalgia, una suerte fatal y estúpida simpatía por los tristes y los derrotados. A tal punto son así las cosas que difícilmente una historia de amor merece tal nombre, a mi juicio, si tiene otro desenlace que el dolor, la distancia y el silencio. No niego, cuidado, que existan los amores felices. Digo simplemente que no me llaman, ni me han llamado nunca la atención los de esa clase.

Con semejante prólogo, el lector tomará por natural que haya reparado en ellos desde el instante mismo en que los tuve enfrente. Era un jueves por la tarde, y llovía. En realidad diluviaba. Absolutamente empapada, caminaba por Morón, cerca de la Universidad, y dadas las circunstancias, opté por cobijarme en uno de esos típicos cafés universitarios que abundan en la zona.

Y ahí fue cuando los noté…



Apenas los vi supe que albergaban uno de esos amores arduos que con tanta facilidad me convocan. Enseguida reparé en ellos. Y no porque en todo el recinto hubiera una docena escasa de parroquianos. Los habría distinguido en medio de una multitud con la misma facilidad. Hubiera bastado que ambos lucieran en sus rostros la cicatriz indeleble del desamparo más absoluto, como entonces la lucían. Estaban sentados uno al lado del otro y desde mi sitio los dos constituían una pintura inolvidable.

Eran jóvenes, muy jóvenes. Apenas superaban los veinte años. Pero un dolor viejo les desbordaba los ojos. Para una mirada atenta como la mía, era pasmosa la contemplación de ese dolor denso, profundo, más antiguo y terminante que sus propias vidas. El rostro de él era afilado, adusto. Ella era muy pálida, y tenía una mirada penetrante y triste. Llevaba el pelo suelto, y se lo veía aún húmedo de lluvia.

No sé si ya lo he dicho, pero estaban sumidos en el mayor de los silencios. No me refiero a que hablaran poco. No se trata de eso. Durante la hora y media larga que permanecí contemplándolos no pronunciaron palabra. Se limitaban a mirarse, y sólo de a ratos. Cuando no se miraban permanecían cabizbajos, con los ojos perdidos en sus propias manos o en la borra de los pocillos.

Primero pensé – supongo que con lógica – que estaba siendo testigo de una típica pelea de enamorados. Esas que nacen de diferencias estúpidas y pasajeras, y que se resuelven con la mera decantación de los ánimos levantiscos. Pero no quería adentrarme en esas especulaciones mías que me nacen de un espíritu saturado de lirismo. De modo que esperé, sin quitarles los ojos de encima. Si alguien se hubiese detenido a mirarme, hubiera considerado mi actitud como propia de una insolente, de una descarada. Pero me hallaba al seguro resguardo de una mesa del rincón, pero iluminada que las otras. De todos modos, alzaba de vez en cuando la mirada para corroborar que nadie estuviese reparando en mi propia observación obstinada. Pero nadie nos miraba, ni a mí ni a ellos. Tal vez, para cualquier lego, resultase demasiado insípida la labor de espiar subrepticiamente a esos dos sujetos.

Por fin el hechizo se rompió como a las seis y media. Él miró hacia fuera, advirtió tal vez la oscuridad creciente, y cruzó una mano lenta por sobre la mesa, hasta rozar apenas la de su amante. Ella dejó de contemplar el cenicero vacío y alzó los ojos hacia él.

Tampoco entonces hablaron. El muchacho empujó la silla hacia atrás, se incorporó y soltó la mano de la joven. Con la vista baja caminó hasta la puerta y salió sin volverse.

Ella no se movió. Dejó por varios minutos la vista inútil en el espacio vacío que él había dejado suelto ante sus ojos. Cuando reaccionó, lo que hizo fue agacharse y recoger del piso unos cuantos papeles que habían yacido a sus pies. Con prolijidad, con esmerada paciencia, los alisó con ambas manos, y para mi sorpresa los fue haciendo trizas.


Los desgarró primero en finas hilachas, y después las cortó en trocitos ínfimos que iban a parar al cenicero de vidrio. Mientras lo hacía – y eso fue lo que realmente logró conmoverme – empezó a llorar unas lágrimas densas, tibias, caudalosas. Su expresión no había cambiado. Seguía presa del dolor rígido de antes.

Sólo sus ojos lloraban, como si el resto de ella viese ese acto como una debilidad imperdonable, o una claudicación inútil. El mentón permanecía firme, los labios duros, las manos metódicas. Para mí era como ver llorar a un árbol seco, muerto de soledad en medio de una pampa interminable.

1 comentario:

Oruga dijo...

Me siento familiarizada con el sentimiento de esa chica, no se que le habra pasado o que no habra pasado entre ellos, pero conozco ese sentimiento de desesperanza, de resignacion, de dolor, de furia, de todo, tantos sentimientos que terminan en un cansancio por la vida, en un cansancio interminable que ni el sueno puede quitar.

Me encanto lo de Naty y sus hermanas, una buena forma de describir tus diferentes facetas.